Martín ya ha terminado de
pintar la bandera. Martín tiene un plumier nuevo y lleno de pinturas. Se lo
pusieron ayer los Reyes. Cuando hemos llegado a la escuela es lo primero que
nos ha dicho. Que si el plumier se abre con una bisagra y parece una casa
cerrada con una puerta y hasta llave tiene que se guarda en el bolsillo. Lo ha
dejado sobre el pupitre mientras lo cerraba. Ha sido cuando nos calentábamos
junto a la estufa el momento en que nos ha enseñado la llave. Todos la hemos
mirado y hasta nos ha dejado pasar la mano por ella, como si fuera una caricia.
Luego ha sido cuando el maestro nos ha dicho que a escribir
en el cuaderno aquello de arriba España y que pintáramos la bandera como
la que está ya descolorida junto a la pizarra, que comenzaba el año nuevo, que
estábamos en el ocho de enero y que por eso a empezar y que lo primero arriba
España y la bandera.
Algunos han comenzado en la primera página del cuaderno
nuevo que les habían dejado los Reyes. Unos y otros se han ido apañando y que
si me falta el color amarillo pero tengo el verde y si me lo dejas y yo te dejo
la goma de borrar para que vuelvas a echar las rayas. Algunos no sabían por
dónde empezar. Le han pedido al maestro el lapicero ese que utiliza, el de las
puntas azul y roya con que nos señala las palabras cuando nos hace pasar a leer
la cartilla junto al sillón del que nunca se levanta. Ha sacado su navaja de
punta roma con que nos afila los lapiceros y nos ha dicho que a seguir y que
tuviéramos cuidado y no apretáramos mucho. Y ya unos y otros van rayando el
papel sobre el que han trazado los márgenes que separarán el color rojo, el
amarillo y luego otra vez rojo. Como los colores de la bandera algo desgastada
que está junto a la pizarra negra como el hollín.
Martín ya ha terminado de pintar la dichosa bandera con la
que vamos a estar esta primera mañana después de calentarnos un poco junto a la
estufa. Todos miramos de reojo a Martín, a su plumier bien pincho que ha
cerrado con la llave que se guarda en el bolsillo y a su mano que acaricia
suave ese plumier que todos le envidiamos.
Las gentes de El Alcamín dicen que en casa de Martín quien
trae la magia de los Reyes es un tío suyo que hace poco llegó otra vez por
aquí. Que lo habían soltado de la cárcel donde estaba y que allí enseñaba a
escribir a los presos. Que aunque le habían quitado el título de maestro
después de agarrarlo los tricornios cuando dejó unos panes en el mojón de
Carragalve para los maquis en la cárcel le dejaron que enseñara a escribir y a
leer a otros presos. Lo han soltado hace un par de días y dicen que hace magia
con sus manos y saca pajaritas de papel y aviones que vuelan y hasta con unas
cartas viejas de esas de jugar al guiñote construye muñecos. Por eso también
engatusa a los Reyes con su magia y le traen a Martín el plumier y las
pinturas.
Yo miro la bandera que ha pintado Martín. Lo tengo en el
pupitre delante del mío. No me atrevo a decirle que me deje el pinte ese rojo y
el amarillo y así en un traspiés hago la bandera y le pongo junto al arriba
España que he puesto con la punta del trozo que me queda del lápiz del año
pasado.
Bien que dejé los granos de trigo que quedaban abajo en la
cuadra sin mulos de mi casa, allí donde mi madre encierra las cuatro gallinas
que tenemos. Cuando se hizo de noche bajé por las escaleras y como las gallinas
ya estaban agarradas con sus patas a los palos y dormidas cogí el bote rumiento
y lo puse en el balcón para que se alimentaran bien los camellos de los Reyes y
se acordaran de mí. No les dejé ni un papel escrito con lo que quería. Para
qué. Cualquier cosa hubiera venido bien.
No me podía dormir. Me acurrucaba junto a la manta y no me
podía quietar el frío de encima. Me levanté mientras mi madre abrazaba dormida
a mi hermano, los dos como si fueran uno. Abrí el balcón y vi cómo los chupones
de hielo colgaba del tejado. El bote y los granos de trigo estaban allí. Ni
Reyes ni camellos se habían acercado. Todo El Alcamín se mantenía en un
silencio helado.
Por la mañana, mientras mi madre andaba encendiendo el fuego
y ponía el perol con agua para calentar y preparar las sopas de siempre volví
al balcón. Nada. El bote y los granos de trigo, sin tocar. Lo cogí y se lo bajé
a las gallinas. Enseguida comenzaron a aletear y se tragaron los granos.
Yo le daba vueltas otra vez a la magia de Martín. Preso y
todo su tío había vuelto y hacía magia. Mi padre ya hacía dos años que se había
ido y lo echábamos mucho de menos. Nos escribía cartas. Nos decía que pronto
iríamos con él, que seguía cargando los camiones en la fábrica de sacos de
esparto donde trabajaba, que pronto encontraría una casa y podríamos ir con él
mi madre mi hermano y yo, que pusiéramos comida en el balcón para los camellos
de los Reyes, que tenían muchas casas a las que ir y que a lo mejor este año no
tenían tiempo de llegar hasta la nuestra en El Alcamín pero que el año próximo
él se encargaría de que estuviéramos juntos y que allí en la ciudad en la que
estaba había un almacén, en los bajos del mercado central, en donde se
abastecían, que él conocía bien el lugar y que les diría que se acordaran de mi
hermano y de mí y que guardáramos bien aquella carta que él mismo se la
enseñaría a los Reyes el año que viene cuando yo ya supiera escribir sin faltas
y les pudiera llevar en mano mis peticiones y las de mi hermano cuando ya
estuviéramos todos juntos.
Mientras
tanto me estaba quedando otra vez helado. Lo que quería era dejar de mirar el
plumier y la llave que Martín apretaba entre sus manos, que me dejara el
maestro ir hasta la estufa y que se me quitara el frío y las ganas de llorar
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