lunes, 8 de enero de 2024

De cuando la estanquera miraba las tetas de Miguela.

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  •    A mí, me decía Miguela, en la doctrina, la estanquera me dejaba en paz y, en definitiva, hacía lo que me daba la gana. En realidad nunca me la aprendí. Ella, la estanquera, quería, de acuerdo con el mosén, que fuera la primera, que la recitara como un papagayo y así poder presumir de ir a comulgar en primer lugar, delante de todos, flanqueada por mis padres y aparecer en aquel panfleto que se había inventado el mosén que se llamaba La Voz de la parroquia, metido a machamartillo en la publicación de un folio doblado por la mitad que ocupaba dentro de aquella Semilla evangélica.
  •             Allí, todos los años y cada quince días el mosén escribía por su mano y daba cuenta de aquellos hechos que más le interesaban en su obsesión de prédica guerrera a la conquista del reino de nuestro Dios, como él, entre otras voces, nos gritaba. Aún recuerdo que ponía el nombre de los recién nacidos y de sus padres al lado y cuando nació mi hermana pequeña, esa tan chiquitica a la que yo más quiero. Los nombres de mis padres llevaban un Don delante, como también los hijos del veterinario y del médico y de otros terratenientes. Esos tenían derecho al Don. Los demás destripaterrones todos, como tú dices. Para los demás como tú mismo repites “ni don sin din ni cojones en latín”.
  •             Pues pasada la primera comunión, con lo que una y otra vez me atosigó la estanquera fue cuando empezó, allá al cumplir nuestros doce o trece años, con lo de que teníamos que formar parte de una escuadra de flechas que estaba armando en el pueblo. Ella nos reunía en el local que ya empezaba a funcionar en lo que llamaban la cooperativa de Santa Catalina, que había puesto en marcha el mismo mosén quien desde una fotografía tan grande como nosotras nos miraba altivo y señor allí colgado en la pared desde donde parece como si nos vigilara de continuo, mientras nosotras bajo la supervisión constante de la estanquera, aprendíamos a bordar sobre un bastidor de madera nuestras futuras sábanas de un ajuar que no sabíamos ni qué era.
  •             Dos o tres años estuvimos en aquel dale y venga y vuelta a empezar. Las muchachas de entonces, cuando aún no habíamos cumplido los catorce años y aún no nos habían enviado al internado de la capital a las que podíamos salvarnos de ir a servir a las casas señoritas, nos reíamos y jugábamos ante la mirada siempre implacable y superior que nos lanzaba la estanquera y que nos decía que debíamos ser prudentes y que nos vistiéramos con decencia, tratando de no marcar nuestras piernas y aun nuestras nalgas y sobre todo nuestras tetas, que ella siempre llamaba pechos, que por aquel entonces no podíamos controlar porque la naturaleza reclamaba su curso y por mucho que nos apretábamos y aún ni podíamos sujetarlas con los sostenes, aquellos de varillas tiesas metálicas que se te clavaban y marcaban.
  •             Las demás no lo sé, pero yo notaba que no me quitaba nunca la mirada de mis tetas aquella estanquera. Yo me ponía colorada porque notaba que mis pechos o mis tetas, como quieras, se me salían de mi camisa y más de una vez me las apreté con una venda para que no rebotaran y la gente me dejara en paz. Y todo aquello porque la estanquera, siempre y todos los días, me lo decía en aquellas tardes de bordados: tus pechos, Miguela, tus pechos. Y se acercaba a mí y con escusa de pasar los botones de mi camisa por los ojales hacía resbalar sus manos algo morcillonas por mis tetas, de la misma manera que el mosén las deslizaba por mis rodillas, cuando venía a merendar a casa de mis padres en aquellas tardes sin remedio.
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